Comenta el historiador Antonio de Abreu (2011) que ha notado desde hace algunos años “como el deseo de ser bellos y estar in está muy arraigado en nosotros, sin ninguna distinción: los adultos nos enseñaron desde pequeños; los hombres son tan coquetos como las mujeres y no hay lugar ni ley que nos impida mostrar nuestro delirio de presencialidad”. Para el investigador, esa “presencialidad” tiene aristas como imagen, moda, sensualidad, gestos y hasta el sacrificio por la pinta. El “qué dirán” estaría muy relacionado con la necesidad de verse bien.
Lo curioso es que el fashion no es un asunto de las clases altas, sino que hasta los más pobres destinan parte de sus mermados presupuestos a la cesta de cuidado personal y belleza. Para el 2006, refiere de Abreu en su obra, 30% de los pacientes de cirugías plásticas en Venezuela eran hombres, mientras que el mercado de las fragancias movía 142,4 millones de dólares al año, dominado por las mujeres (59,6 %).
La moda, para el venezolano, no es sólo un asunto de vanidad. Desde la época colonial circulan historias de sutiles protestas contra las normas impuestas por la iglesia y las autoridades respecto al vestir. Esa estratificación social fue subvertida, cuando no derribada, por mujeres que se negaron a dejar de utilizar capas, alfombras o mantillas blancas por el capricho de una persona o institución poderosa. ¿Vanidad? ¿Búsqueda de libertad individual? Que el lector saque sus conclusiones.
Solo los blancos pueden usar guantes
En 1789 el teniente de Justicia Mayor de Mérida, publica un anuncio en el cual se prohíbe el uso de guantes, quitasol y alfombras a las personas que no fueran blancas. Un vecino merideño, considerado blanco de segunda clase, salió a las calles con un “quitasolito que llaman paraguas, no con ánimo de quererme distinguir ni igualarme… sino solo por gozar de beneficio propio de resguardarme de la furia de los elementos”, declaró el infractor. El atrevimiento del vecino fue analizado por el Ayuntamiento, que lo intimidó para que no siguiera utilizando el quitasol, bajo pena de quitárselo en público y multarlo por 25 pesos. El afectado no se acobardó y elevó su protesta ante instancias superiores, donde su abogado argumentó que en la provincia de Caracas las personas de cualquier calidad portaban quitasol.
Mantillas maléficas
La adscripción de Maracaibo al virreinato neogranadino y luego a la Capitanía General de Venezuela supondría, según María Dolores Fuentes, doctora en Historia, “a pesar de todas sus dificultades, el fin de su aislamiento, en diversos ámbitos sociales y culturales. En este contexto pensamos reside la clave para interpretar las nuevas modas en el vestir, traídas de Caracas”.
La nueva moda incluía color contra el tradicional manto negro, y tonalidades claras que hacían a los trajes, ahora entallados, más vistosos y, el pecado máximo, las transparencias producidas por el uso del lino. Esas innovaciones fueron rechazadas por Juan Lora, obispo de Mérida, quien impuso regulaciones a la vestimenta de las mujeres en los templos.
El párroco Juan Troconis dio a conocer este edicto en Maracaibo, justo en la misa de nochebuena. Una semana después, en la misa solemne celebrada a las seis de la mañana de un 2 de enero de 1790, expulsó de la iglesia a la niña de 10 años Carmen Delgado, por utilizar una mantilla blanca. La sacó a gritos y hasta la excomulgó. El padre de Carmen era un militar castellano, que argumentó no conocer el edicto con las nuevas prohibiciones y elevó su protesta en un real despacho enviado en 1791 al nuevo obispo de la diócesis de Mérida-Maracaibo.
Los colores y las transparencias avanzaron en iglesias de varias regiones, donde los casos de desalojo de los templos incluyeron a mujeres de diversas edades y condiciones sociales. En Trujillo, relata Carlos Duarte (2001), varias mujeres de alcurnia confrontaron al obispo, que les prohibía entrar a la misa dominical vestidas con capas al estilo francés y con pañuelos de colores intensos. Ellas también escogieron la moda, a pesar de la excomunión prometida como castigo.
¿Malas influencias?
A mediados de 1875 el médico Rafael Villavicencio publicó un demoledor artículo titulado La salubridad y la cuestión alimentos (La Opinión Nacional, 03-05-1875) en el cual juzga como enemigos de la salud pública a tres elementos que van juntos: la moda, el lujo y la educación para el vestir. Escribe el galeno que “las familias ricas de esta capital harían un inmenso servicio a la humanidad, que se les tendría más en cuenta que todos los actos piadosos, si enseñaran a los más pobres a vestirse con muselina o de zaraza, y a no cambiar de moda cada tres meses”.
Esa columna de opinión atestigua, según Antonio de Abreu, la frecuente influencia de las clases altas en los más pobres, y no por imposición o capricho, sino por la atávica necesidad de las clases bajas de sentirse y vestirse como los más poderosos. Quizá, ese testimonio es también una evidencia del carácter aspiracional que caracteriza al venezolano, y que se expande fuera del ámbito de la moda, hacia la salud y el bienestar o incluso la tecnología, donde hasta hace pocos años, éramos el país con más early adopters en Latinoamérica: dispuestos a todo para tener el último smartphone, la nevera más inteligente o el televisor con la mayor resolución.
Moda contestataria
Pero la moda no es una tontería, ha sido utilizada para debilitar diferencias sociales y afianzar libertades civiles en lo que podríamos llamar micro-batallas por el vestir; las historias recogidas por diversos historiadores avalan esta hipótesis. Para Cecilia Rodríguez Lehnmann, doctora en Letras Hispánicas, “la moda y el traje han jugado un papel en la Historia mucho más decisivo de lo que pudiera parecer en una primera mirada. El vestido ha estado entrelazado con importantes valores políticos y culturales; él ha funcionado en muchas ocasiones como maneras de disciplinar el cuerpo, de imponer normas de conducta y de comportamiento, de mostrar posturas ideológicas, de moldear ciudadanías, pero también ha funcionado como herramienta de subversión y desobediencia”.
El venezolano ha sido, durante la historia republicana, un ciudadano resiliente ante las crisis sucedáneas de inestabilidad política, caudillismo, violencia, bonanza cambiaria e inflación. Ha aprendido a gestionarlas centrándose en el presente, cultivando el ocio y disfrutando del placer de vestirse a la moda quizá como estrategia de seguridad psicológica. Pero esa es otra tesis que escapa del alcance de este artículo.
Fuentes: Antonio de Abreu. “La pasión criolla por el fashion”, Editorial Alfa, 2011
Carlos F. Duarte. “La vida cotidiana en Venezuela durante el período hispánico”. Fundación Cisneros, 2001.
Revista El Desafío de la Historia, Año 1, Revista 5; Año 2, Revista 10; Año 3, Revista 18; Año 4, Revista 24.
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